Relato sobre el miedo a volar

El miedo nos roba la libertad

María Luz Novis Soto
27 de octubre de 2016

 

Eran las cuatro de la tarde. Acababa de llegar a casa después de una jornada agotadora. Toda la mañana había estado fuera de la oficina visitando las diversas tiendas de la franquicia en Madrid. Eso del negocio de las gafas le estaba empezando a cansar; demasiada competencia, problemas con los distribuidores… A cambio le reportaba un buen salario que le permitía llevar una vida estable y tranquila. En ocasiones ni ella misma se creía los mensajes que daba en los cursos de formación sobre la inmejorable calidad del material, la flexibilidad en el mercado, el futuro del producto, pero ahora ya estaba en casa, a salvo. Se quitó los zapatos, “¡qué maravilla pisar el suelo descalza y no tener los pies embutidos en zapatos con punta de aguja¡”. Se cambió de ropa y se puso un chándal. Se prepararía un almuerzo frugal –había que cuidar la línea que se le estaban acumulando algunas grasas-. Después se echaría una pequeña siesta, pensó,  hasta las seis en que revisaría su correo, justo antes de salir con su amiga Pilar con la que había quedado para ir al teatro.
Poco antes de las seis se levantó y se dirigió a su ordenador, abrió su mail y echó un vistazo rápido a la lista de recibidos. Una invitación a una sesión de Afterworkde las que ya estaba aburrida porque en el mejor de los casos solo servían para ligar pero no para hacer negocios. Varios mensajes del Foro “Gafas para siempre” y un mail de su empresa. “Qué raro”, pensó, “a estas horas es extraño que quede alguien trabajando, debe ser urgente”. Lo leyó en segundos. De todo el texto solo resaltaron dos palabras: viaje y Roma. Sin saber cómo empezó a sudar, le temblaban las manos. Lo volvió a leer, su director le decía que al día siguiente tenía que estar en Roma para asistir a una reunión de los distribuidores europeos y tenía que ser ella y no otro porque confiaba en su capacidad para negociar en situaciones difíciles. Sintió que el corazón se le salía del pecho, la boca se le secaba, estaba bloqueada. No encontraba argumento alguno para negarse, su promoción como jefa de área dependía de ese director. Empezaron a pasar por su cabeza toda suerte de catástrofes, imágenes de aviones en llamas tras haberse salido de pista. Y aquel accidente que ocurrió en Madrid hace unos años, sí, aquél en que dijeron que los niños lloraban y buscaban a sus madres entre los restos del fuselaje. Dentro de un avión, una vez cerradas las puertas, ya no se puede hacer nada para escapar. Ella, que ya no iba de senderismo ni a Guadarrama y ahora le iban a subir por encima de 10.000 pies. Y la turbulencia en aquel vuelo a Ámsterdam del año pasado en el que la azafata no podía ni servir las bebidas. No, no podía, no iría. “Imposible”, se dijo, “no iré”. “Pero según está el trabajo no puedo permitirme ese lujo, ¿y si me echan?, ¿y si no me vuelven a pedir tareas de responsabilidad? Esto no es racional, no va a pasar nada, céntrate Almudena”. 
Se fue al dormitorio y cogió algunas cosas de aseo; “en cualquier caso hay que estar guapa y más si me ocurre algo”. “¡Qué macabra soy!”. Guardó en un pequeño bolso de viaje lo mínimo para pasar una noche de hotel y revisó los documentos del ordenador que le había mencionado su jefe. Lo tenía todo, ahora debía descansar. Se fue a la cama sin cenar, tenía un nudo en el estómago que no le permitía ni beber agua. Pasó la noche en duermevela. En la oscuridad de la habitación se le aparecían todos los monstruos. Los peores presagios danzaban en su cabeza. “Un poco de mindfulnessme hará bien”, se dijo, “esto es absurdo, no va a poder conmigo”. Se levantó y preparó un café cargado. Ya eran las siete y el avión salía a las once. “Llamaré a un taxi porque no puedo conducir en este estado”. A las nueve llegó al aeropuerto. Fue bajarse del taxi y todo comenzó a girar a su alrededor. Las sienes le golpeaban como martillos, tenía ganas de vomitar. “Cálmate Almudena”, le dijo una voz interior. “Voy a morir, no puedo respirar, necesito un médico, no llegaré al hospital”. Con las piernas temblando llegó al control de seguridad. “¡Para qué tanto control si luego se les cuela un terrorista por cualquier lado!, pensó. Mostró su tarjeta de embarque pero, “¿dónde está mi DNI?, no puede ser, lo olvidé en casa” Lo siento señora, no puede pasar sin identificación. “¿Y ahora?, tendré que volver a casa. No ha sido mi culpa, lo olvidé, no puedo tomar este vuelo, no podré ir a la reunión”. ¡Qué descanso Dios mío! 


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